Mi Señor y mi Dios,
me has conducido por un camino oscuro,
pedregoso y duro.
Mis fuerzas, a menudo parecen querer abandonarme,
yo ya no esperaba ver jamás la luz.
Mi corazón se iba petrificando en una esperanza profunda
cuando la claridad de una dulce estrella
se levanta ante mis ojos.
Siempre fiel, me guía y yo la sigo
con paso tímido, pero seguro después.
Llegué, al fin ante la puerta de
Ésta se abrió. Pedí entrar en ella.
Tu bendición me acoge por boca de tu ministro.
En el interior se suceden unas estrellas,
unas estrellas de flores rojas que me indican
el camino hasta ti…
Y tu bondad permite que iluminen mi camino hacia ti.
El misterio, que precisaba ser guardado y escondido
en lo profundo de mi corazón,
puedo desde ahora proclamarlo en voz alta:
¡Creo, yo confieso mi fe!
El ministro me conduce hasta las gradas del altar,
inclino la frente, el agua santa corre sobre mi cabeza.
Señor, ¿es posible que alguien pueda renacer
cuando ya ha transcurrido la mitad de su vida?
Tú lo has dicho y para mí se ha vuelto realidad.
El peso de las faltas y las penas de mi larga vida
me han abandonado.
¡De pie, he recibido el manto blanco colocado
sobre mi espalda,
símbolo luminoso de la pureza!
He llevado en mis manos el cirio
cuya llama anuncia que en mí se quema
tu vida santa.
Mi corazón, desde ahora, se ha convertido
en el pesebre que espera tu presencia.
¡Por poco tiempo!
María, tu Madre, que es también la mía,
me ha dado su nombre.
A media noche deja en mi corazón
a su hijo recién nacido.
¡Oh! Ningún corazón humano puede imaginar
lo que tú preparas a los que te aman.
Tú eres mío desde ahora y ya jamás te abandonaré.
Por doquiera que vaya el camino de mi vida,
tú estás cerca de mí.
Ya nunca jamás nada podrá separarme de tu amor.
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