martes, 15 de junio de 2010

El Papa Ratzinger más íntimo


Tomado en Religión Digital

El Papa Ratzinger más íntimo

Cuatro mujeres que se ocupan de administrar y gestionar el apartamento pontificio: Carmela, Emanuela, Loredana y Cristina

El más importante inquilino del Vaticano es también el más metódico y, paradójicamente, uno de los más tímidos de la Santa Sede. Eso sí, el hombre más visto del planeta -un millón de personas tan sólo el mes pasado en Portugal- se asoma con puntualidad germánica al mediodía de cada domingo a la ventana más famosa del mundo. Quien mire hacia esa ventana desde la plaza de San Pedro la notará ligeramente entreabierta la mayor parte del día. Mientras no llegue el calor, el Papa prefiere trabajar con la habitación bien aireada, de modo que al menos la brisa alivie un poco su forzado encierro. Los últimos meses han sido duros, y el oxígeno se agradece de verdad. Lo cuenta Juan Vicente Boo en Abc.

La jornada de Benedicto XVI es absolutamente regular. Desde que los médicos le aconsejaron descanso, el Papa ya no se levanta a las cinco y media de la madrugada sino algo después de las seis, de modo que puede empezar a las siete un rato de oración en la capilla, justo antes de la misa que celebra a las siete y media.

La meditación ante el sagrario es el primer encuentro de una pequeña «familia» que comparte cada día algunos ratos breves de plegaria y trabajo. Las cuatro mujeres que se ocupan de administrar y gestionar el apartamento pontificio -Carmela, Emanuela, Loredana y Cristina-, el ayudante de cámara, Paoletto, y los dos secretarios privados -don Georg y don Alfred- inician el día rezando con el Papa y asistiendo a su misa.
Cartas, prensa y audiencias.

El desayuno es frugal y típicamente italiano: café con leche, zumo de naranja, un «cornetto» y algo de fruta. En un abrir y cerrar de ojos, el Papa está ya trabajando en su estudio privado: la segunda ventana de la derecha en el piso más alto del Palacio apostólico, la misma a la que se asoma para rezar el Ángelus. La última ventana, la de la esquina, es la de su habitación, y está habitualmente cerrada.

A primera hora de cada día, su secretario personal, Georg Gaenswein, le pasa la abundante correspondencia y la reseña de prensa. Después sigue un rato de trabajo con expedientes más voluminosos hasta que llega la hora de las audiencias. Un poco antes de las once, el Papa baja a la biblioteca del segundo piso para recibir a jefes de Estado, obispos en visita quinquenal y jefes de los dicasterios vaticanos. Con mucha frecuencia, la mañana incluye una audiencia a grupos numerosos, que suele celebrarse en la Sala Clementina.

La mañana de los miércoles, en cambio, se dedica a la audiencia general, que tiene lugar en la plaza de San Pedro la mayor parte del año pues suelen participar más de diez mil personas. Tan sólo en los meses más gélidos del invierno y en los más tórridos del verano la audiencia general se traslada al Aula Pablo VI que, en todo caso, puede acoger a unas siete mil personas. Cuando el número de peregrinos es superior, el Papa hace dos etapas: una primera en la basílica de San Pedro con parte de los visitantes, y una segunda en el Aula Pablo VI.

Joseph Ratzinger ha tenido siempre una constitución física ligera, y la comida, a la una y media de la tarde, mantiene el mismo tono frugal del desayuno y la cena. A diferencia de Juan Pablo II, que disfrutaba con la conversación y los invitados, Benedicto XVI considera el almuerzo como un rato de descanso tranquilo: pocas palabras y poca comida, en veinte minutos como máximo.
los treinta años pasados en Roma se notan también en la mesa.

Dominan las especialidades italianas -sobre todo sopas y platos muy ligeros- aunque de vez en cuando se dejan ver las salchichas blancas de Munich y, por supuesto, el «appelstrudel» con un poco de canela, uvas pasas y miel. Desde hace tiempo, Joseph Ratzinger sólo bebe vino por alguna obligación de cortesía. Prefiere sencillamente el agua, la naranjada o la limonada.

El Papa que fue profesor universitario durante 25 años sigue siendo un intelectual: le encanta leer y escribir, pero no le gusta el deporte. Durante la mayor parte de su vida se ha limitado a caminar y a subir escaleras en lugar de utilizar el ascensor. Ese pequeño esfuerzo era suficiente para evitar las grasas inútiles y para mantenerle en forma. De hecho, a los 83 años, el Papa continúa caminando rápido y con un paso seguro que le envidian muchos de sus coetáneos.

Pero la tensión del cargo requiere un poco más de ejercicio y un poco más de aire libre. Como no le gusta la bicicleta estática de la sala contigua a su habitación, los médicos lograron imponerle un corto paseo diario a eso de las tres de la tarde. El doctor Patrizio Polisca, cardiólogo, especialista en anestesia y reanimación, mantiene la disciplina férrea.

Al terminar la comida, el Papa descansa media hora en un sillón y luego sale a rezar el Rosario por los Jardines Vaticanos junto con don Georg y don Alfred. Normalmente suben en coche hasta lo alto de la colina y allí caminan por la zona de la Gruta de Lourdes, cerca del helipuerto. En invierno se protegen con chaquetones y gorras: lo importante es no quedarse en casa.

Un hombre reservado

El trabajo de la tarde es más tranquilo y aunque el Papa recibe visitas de los colaboradores más directos como el secretario de Estado, Tarcisio Bertone, o el vicesecretario, Fernando Filoni, la mayor parte de las horas están dedicadas a estudiar expedientes y a escribir.

Benedicto XVI estudia con todo detalle los gruesos expedientes que se preparan para la selección de obispos, pues considera esos nombramientos como una de sus responsabilidades más importantes. Se trata de hacer una reforma de la Iglesia cambiando a personas de modo paulatino y discreto. O a veces de modo rápido, como en el caso de Irlanda, donde la pésima gestión de los abusos sexuales ha traído consigo la dimisión de cinco obispos.

El secretario personal del Papa, Georg Gaenswein, insiste en que Benedicto XVI trabaja prácticamente todo el día y con gran intensidad aunque sin trepidación. Es una actividad tranquila pero continua, que permite despachar cada semana millares de asuntos y deja tiempo para escribir documentos más largos como las tres encíclicas o los documentos post-sinodales, de los que se espera pronto el dedicado a la Sagrada Escritura.

Hace un par de meses el Papa terminó de escribir lo que, según dijo, será su último libro. Se trata del segundo volumen de «Jesús de Nazaret», que está siendo traducido a los principales idiomas para hacer una presentación simultánea a principios del verano.

Benedicto XVI es muy reservado e incluso tímido. No le gusta hablar de sí mismo y a duras penas habla de sus proyectos. La noticia de que había terminado de escribir «Jesús de Nazaret» se la dio a un colega y amigo judío, Jacob Neusner, cuya obra «Un rabino habla con Jesús» había citado para explicar uno de los puntos esenciales del primer volumen. A Neusner le alegró mucho que el Papa hubiese conseguido terminar el libro, pero ha protestado contra la decisión de no escribir ya otros pues un intelectual no debe renunciar nunca a seguir produciendo piezas de envergadura.

Escribe con pluma

Mientras sus ayudantes utilizan ordenadores, Ratzinger continúa escribiendo con una pluma estilográfica, casi siempre de tipo «Mont Blanc». Su letra es pequeña, pero las ideas fluyen claras, por lo que apenas hacen falta correcciones posteriores. El Papa escribe personalmente muchos de sus discursos, y la diferencia se nota a la legua. Sus textos son vivos, interesantes, construidos con frases cortas y afirmaciones claras por contraste con el aire cansino, el tono ambiguo y la construcción enrevesada de muchos textos preparados por la Curia.

Lo que los vaticanistas llaman «un Ratzinger DOC» es como el vino bueno de denominación de origen controlada, según las siglas italianas. El discurso de la audiencia general del 2 de junio sobre Tomás de Aquino -uno de sus teólogos de referencia- es uno de los ejemplos más recientes.

En la casa del Papa se c­ena a las siete y media de la tarde, lo cual permite ver el telediario de las ocho, ya sea el de la RAI o el de alguna cadena internacional. Igual que su predecesor, Benedicto XVI dedica mucho tiempo a intentar entender lo que sucede en Italia, pues además de ser obispo de Roma mantiene una relación especial con el episcopado italiano, del que procede buena parte de la Curia vaticana, cuya internacionalidad ha retrocedido en los últimos años.

Después de las noticias viene un rato de lectura, de trabajo o, si es posible, de piano, una de sus aficiones favoritas. Mozart y Beethoven se adueñan del apartamento pontificio y todo el mundo lo disfruta porque saben que el Papa descansa. A Benedicto XVI le alegran mucho las visitas de su hermano Georg, también sacerdote y gran musicólogo, jubilado hace ya tiempo, que vive de modo muy discreto en Regensburg.

Como Georg tiene problemas de corazón y de vista, el Papa ha decidido pasar todo el verano en Castelgandolfo en lugar de ir a la casa de los Alpes: así pueden disfrutar las vacaciones juntos.
Georg Gaenswein, un individuo atlético y apuesto de 54 años de edad, ha revelado el sabio consejo recibido de su predecesor, Stanislaw Dziwisz, secretario privado de Karol Wojtyla durante casi cuarenta años: «El Papa no debe sentirse nunca ahogado por nada ni por nadie. Cómo conseguirlo es algo que tendrás que descubrir por ti mismo». Al cabo de cinco años está claro que don Georg ha conseguido cumplir la misión.

Los anteriores Papas

Pío XII era un experto en vinos y bebía al menos un par de vasos al día. También le gustaba pasear por los Jardines Vaticanos, pero tenía mucho miedo a los insectos, y los jardineros pasaban antes repartiendo insecticida para asustarlos. En cambio, tenía un canario. Cada mañana le abría la jaula y el canario se le posaba en el brazo o en la mano. Después volaba a comer las migajas del desayuno y, cuando se cansaba de revolotear por el apartamento, volvía solo a su jaula. Pío XII era un Papa muy frugal y ahorrador. Recorría los enormes pasillos para apagar luces innecesarias y ordenó que los sobres de correspondencia interna que se cruzaban periódicamente entre departamentos no se rompiesen cada vez sino que se volviesen a utilizar.

A Juan XXIII le gustaba jugar a las bochas, y construyó un pequeño campo en los Jardines Vaticanos. Aunque le distraía, como deporte resultaba irrelevante, y la silueta oronda del «Papa bueno» delataba a primera vista la falta de ejercicio. En todo caso, lo suplía con buen humor y con unas carcajadas como sucedáneo. Para colmo, Juan XXIII fumaba demasiado. Los médicos fueron incapaces de convencerle de que abandonara el tabaco hasta que lo consiguió, de modo radical, una oportuna pulmonía. Aunque su aspecto obeso podría ocultarlo, Juan XXIII trabajaba muchas horas cada día ya que necesitaba dormir muy poco. Con frecuencia dormía un primer sueño de tres horas, trabajaba después durante la noche y dormía otras dos horas antes de empezar la nueva jornada.

Pablo VI tampoco era deportista, pero le gustaban los coches potentes y la velocidad. Cuando era arzobispo de Milán corría por carreteras secundarias, pero incluso como Papa solía pedir a los conductores que acelerasen. Fue el primer Papa viajero de la historia contemporánea, empezando en 1964 con un viaje a Tierra Santa durante el Concilio Vaticano II, al que seguirían visitas a la India, EE.UU., Fátima... hasta un total de nueve viajes internacionales. Fue herido en un intento de asesinato en Manila. Pero más que los viajes, el gran hobby de Pablo VI era leer, sobre todo ensayos, y se notaba en su excelente estilo literario. Le encantaba el arte contemporáneo y la simplicidad. Como era muy innovador, algunos diarios norteamericanos le calificaban de «peligroso comunista».

Juan Pablo II disfrutaba con sus escapadas «clandestinas» del Vaticano para esquiar en las montañas del Abruzzo, cerca de Roma. El «día libre» de los Papas es el martes, y Karol Wojtyla lo aprovechaba para airearse en las cumbres siempre que podía. En varias ocasiones los fotógrafos del Vaticano dejaron constancia de sus jornadas de esquí para diarios y revistas, pero la mayor parte de las veces Juan Pablo II se calaba una gorra y unas gafas, de modo que nadie le reconociese. Le acompañaban sólo dos o tres personas que no parecían escoltas sino compañeros de esquí. También construyó una piscina en Castelgandolfo. Cuando algunos criticaron el gasto, el Papa respondió: «Cuesta menos que un cónclave». Además, la utiliza todo el personal de la residencia veraniega.

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